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Las almas transitan en círculos,
como corderos perdidos entre la niebla.
Un muro es calabozo del tiempo.
Un muro es nostalgia del viento.
Se abre la función,
proyección de egos traslúcidos,
circo de pobres espíritus,
tímido vaivén de trapecistas,
sumisos y perplejos,
no oyen más que susurros
perdidos a lo lejos.
La tragedia, exultante ante La Estrella Nueva
baja para siempre el telón de miserias.
Ojos de cuervos serán de los incrédulos, guirnaldas en pinos de noches espesas.
De la bastarda flor,
dagas atraviesan la inocencia de una niña que,
en la perla de una estrella,
halló la razón de su existencia.
De sus pétalos,
fundidas por un ardid del fuego,
falaces cadenas, sostienen de un péndulo,
la verdad de mares proféticos.
Sus hojas pudren la sabiduría del silencio.
Se abren las puertas del infierno,
el Sol, sin trono, sin fulgor, es de Hades ya,
la agonía de su corazón.
La tierra canta tristes canciones,
una crédula ave, huérfana de revoluciones,
entre la niebla voló.
Los árboles, erguidos en la desnudez y el desaliento, cuentan que jamás regresó.
Un estruendo despierta al Cancerbero.
La niña, de las cadenas
se libera.
Tras mil años de lamentos de cenizas escritos por su voz.
Tras mil años de soñar cosmos de luciérnagas,
de rodillas, la oración.
La Rosa Negra, en su sitial de arcilla y sal, pregunta: ¿Acaso huyó la Rosa Roja del Reino de Los Muertos?
El Cancerbero, de súbito, al pálido cielo intenta apuñalar,
su cola de serpiente duda,
el Perro, incrustado en la Luna,
se ahoga en el Mar de la Tranquilidad.
Fundióse el resplandor de vida,
corona de la Flor Roja,
al tenue fulgor del Sol.
El Reino de los Muertos,
fagocitó su oscuro dolor.
La cuna de vida, vientre de la Tierra,
parió estelas de cometas,
vuelan almas encarnadas
en vestimentas ajenas.
Los muertos entre los vivos.
Lobos devorando hombres.
Olas rompiendo en la orilla del miedo,
La Rosa Roja
vida, faro de ojos incandescentes,
desde una bandera de plumas blancas,
vigila con la mirada al frente.
La Rosa Negra, hija bastarda de Hades, faro de espinas envenenadas, desde un trono oxidado por la soledad,
acecha con mirada de capullos de vil serenidad.